En la Biblia hay algunas alusiones fugaces a algunas personas, de las cuales se escuchan pocas predicaciones, pero que nos pueden edificar tremendamente.
Una de esas personas es Simeón. Dice Lucas lo siguiente de este hombre:
«Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él. Y le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor. Y movido por el Espíritu, vino al templo. Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al templo, para hacer por él conforme al rito de la ley, él le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz,
Conforme a tu palabra;
Porque han visto mis ojos tu salvación,
La cual has preparado en presencia de todos los pueblos;
Luz para revelación a los gentiles,
Y gloria de tu pueblo Israel.» (Lucas 2:25-32)
La Biblia dice que antes de que viniera el Espíritu Santo a habitar en el interior de los hijos de Dios, momento que se relata en Hechos 2, solamente los profetas, los reyes y los sacerdotes tenían el privilegio de que viniera sobre ellos el Espíritu Santo.
Notemos la diferencia: venía sobre ellos en los momentos en los que tenían que ejercer su función, pero no habitaba en ellos todo el tiempo.
Pero en el caso de Simeón hay algo interesante: no era rey y, que sepamos, tampoco profeta o sacerdote.
Para que esto fuera así, Simeón tenía que tener un secreto importante. Si nos fijamos en el texto que cuenta su intervención en la vida del Mesías, vemos que expresó una revelación impresionante:
Que Jesús es
- el Mesías prometido
- luz para revelación a los gentiles
- gloria de Israel
Leyendo la vivencia de los discípulos con el Señor Jesús, vemos que a ellos les costó muchísimo tener esa revelación. Pedro fue el primero a quien se le reveló, pero al final de su andadura con el Señor. De los demás, algunos como Tomás, todavía tuvieron que verlo resucitado para creerlo.
¡¡¡Y estos hombres tenían que transmitir al mundo la buena nueva de que Jesús, hecho hombre, era ese Mesías de Dios, prometido a la humanidad!!!
¿Cuál no sería la relación de Simeón con Dios, para que pudiera ver en un simple bebé recién nacido lo que a los discípulos les costó tanto?
Pienso que un pasaje que puede revelarnos el secreto de Simeón es el que encontramos en 1 Juan 3:2-3: «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.»
Simeón se purificaba por la esperanza de la venida del Mesías y todo el que también espera Su venida, se purifica.
¿Cuál es tu expectativa al respecto? ¿Reflexionas a menudo sobre Su venida? ¿Qué sientes cuando piensas que pronto estarás delante de Jesús?
Antes que alguien crea que la mera esperanza nos purifica como si fuera un toque mágico, voy a desmenuzar el tema.
Quien espera al Mesías se purifica porque, cual novia que se prepara para la boda, se va limpiando, engalanándose y perfumándose para estar impecablemente bella ante el novio en ese momento maravilloso. También procura saber más del novio.
Simeón se preparó toda su vida en la esperanza del Mesías. De tal forma que Dios le concedió el privilegio de verlo antes de partir de esta vida. Dios le dio el gran regalo que Simeón había anhelado toda su vida.
Me imagino que Simeón habrá tenido una expectación impresionante cuando el Espíritu Santo le reveló que vería al Mesías antes de partir. Pero su gran momento debe haber sido cuando pudo contemplarlo ante sus ojos, aunque todavía bebé.
Además, Simeón expresó la esencia y profundidad de la misión del Mesías: ser revelación a los gentiles (paganos), que no conocían a su Creador, y gloria de Israel. Sin duda Israel tiene un privilegio impresionante por haber sido la nación creada para recibir al Mesías.
Lo que miles y miles de rabinos estudiosos de las Escrituras hasta hoy no han sido capaces de ver y que a los discípulos les costó tanto darse cuenta, lo vio un hombre sencillo, Simeón, sobre quien estaba el Espíritu de Dios.
¿Qué nos enseña este hombre?
Creo que dos cosas importantes, principalmente:
- Nosotros tenemos ventaja sobre Simeón, puesto que tenemos al Espíritu Santo morando en nosotros todo el tiempo. Aunque a la vez eso nos trae más responsabilidad, porque no tenemos excusa para no hacerle caso y sacar todo el provecho que ello conlleva.
- Cuando una persona vive en dependencia del Espíritu Santo, puede recibir revelaciones profundísimas, que sobrepasarán en mucho cualquier cosa que podamos aprender intelectualmente, aunque estudiemos toda la vida. Además, lo que nos enseña el Espíritu Santo es de vital importancia, como reconocer Y conocer al Redentor de la Humanidad.
Acordémonos que Dios nos da dones y talentos, pero que no tolera que se desperdicien, porque los da para un propósito muy importante. Ese propósito está en Efesios 4, donde dice Dios que debemos edificar el Cuerpo de Cristo y llegar a la estatura del varón perfecto, que es Cristo.
Edificar el Cuerpo de Cristo tiene que ver con madurar, ayudar a otros a madurar en el conocimiento del Señor y también extender el Reino, predicando las Buenas Nuevas a los que no lo conocen.
Si quieres conocer más sobre llamado (ministerios), dones y talentos, te recomiendo la serie de tres audios que se titulan «Cuando Jesús te Llama». www.discernir.info/AUPE/Cuando_jesucristo_te_llama-1.php
Aprende de Simeón y no esperes a que otros te traigan «revelaciones». El Espíritu Santo habita en ti. Busca tú de Él la revelación que Él sabe que necesitas personalmente.
Sé diligente con el privilegio que Dios te ha dado, porque un día tendrás que dar cuentas a Dios por ello. Disfruta de ese impresionante regalo que dio Dios a Sus hijos: el que Su Espíritu Santo habite en nosotros. Busca revelación del Redentor y emplea esa revelación para que muchos sean salvos.
«Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.» (Hechos 1:8)