Hay muchas personas que dicen ser pueblo de Dios, aunque Jesús advirtió: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.» (Mateo 7:21)
Si se hiciera una encuesta entre el pueblo evangélico o protestante, seguramente la enorme mayoría reconocería que la religión católica promueve y practica la idolatría, entre otras muchas ofensas a Dios.
En esa supuesta encuesta, también se diría que no se puede ser idólatra y que eso son prácticas paganas, procedentes de Babilonia.
Pero la pregunta es: si de verdad estamos de acuerdo con que la idolatría ofende a Dios y nos impide entrar en Su Reino, ¿por qué no derribamos los ídolos evangélicos?
¿Por qué seguimos teniendo en los altares a esos falsos ministros que incluso se congracian abiertamente con la religión católico-babilónica?
¿Por qué no exigimos limpieza en tantos púlpitos que invitan a esos ídolos sin tener el valor de confrontarlos con la Biblia?
Es importante ser prudentes cuando mostramos evidencias de ciertas cosas, pero Jesús nos enseñó a analizar los frutos de la persona.
Si una persona lleva a la gente al ecumenismo y se congracia con Roma, siendo a la vez alabada y premiada por ella, como ocurre hoy día con tantos líderes del mundo evangélico, algo va muy mal.
Empecemos pues a analizar lo que vemos y oímos en los púlpitos. Comparemos con la Biblia y tomemos decisiones osadas. Si los ídolos evangélicos son tropiezo para la salvación de los católicos, porque los engañan con condescender con la Biblia y si confunden y conducen al pueblo evangélico a los brazos del ecumenismo romano, entonces debemos no solo darles las espaldas, sino denunciar sus obras. Pablo no toleró a los falsos ministros en medio del pueblo y los denunció.
Observa las imágenes de la Torre de Babel y La Catedral de Cristal, construída por Oral Roberts
¿Cuándo vamos a ser capaces de derribar nuestros ídolos? Mientras no tengamos el valor de hacerlo, no podremos apuntar el dedo a los que acusamos de idólatras, porque nosotros mismos lo estamos siendo.
Jesús mismo nos hace una seria advertencia: «Y oí otra voz del cielo, que decía: Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas; porque sus pecados han llegado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus maldades.» (Apocalipsis 18:4-5)
¿Tendremos el valor de romper con Babilonia y salir de ella o seguiremos llamando a Jesús «Señor, Señor», pero desobedeciendo la voluntad del Padre?
¿Derribaremos nuestros propios ídolos o seguiremos pensando que engañamos al Señor con nuestra actitud santurrona pero permisiva?